Ella con su larga cruz en
sentencia, al pie del altar y sin ojos… su rostro gacho y fijo, y su columna
curva y postrada a los pies del Señor. Rosas por doquier; en las esquinas de la
casa rosas rojas y rosadas, claveles y lujurias de color azul, el cabello a la
cintura, largo y erizado como madre de los penosos, allí se siente mujer de
nadie, confrontando su réplica cristiana, y a favor de ella, mujer de él, ¿de quién más pues quisiera ser ella, su
mujer?
Atrapada en el reloj, los tiempos
pasan como kilómetros sobre su cuerpo fino y abandonado, mas es toda una
frialdad que su espíritu sea un carmesí alborotado, una luciérnaga a la deriva
de las carreteras, y su cuerpo solamente, un abandono extraño y conformista, su
cuerpo que es solo un instrumento de movilidad y no uno de placeres y deseos.
Cuando el abrigo del sol decide
cubrir otros cuerpos, ella se turba entre sus sábanas, palpita como soñadora y
mujer (que siempre ha sido), ruboriza sus senos firmes con el aire rubio de los
deseos, se acuesta con la luna a las 3 de la mañana, dormita infraganti con sus
manos escondidas en el pequeño recinto redondo y húmedo, hasta que la mañana la
descubre adolorida.
Aprieta su hábito desde su
cabellera hasta sus caderas, el resto que cubre sus piernas flácidas y sus
pequeños pies es solo un sobrante de tela que la percibe lluviosa y la esconde.
Nadie más que ella sabe de ella, de eso.
Una rutina constante desde las 6
de la mañana en que recurre a la iglesia con los ojos hinchados y el cuerpo
flagelado y roto, donde el cansancio la lleva por instinto y obligación, pero
el amor que brilla en sus ojos iluminados, elimina todo pecado que ella sufre
cada noche. Se contamina antes de dormir con aquél mundo, que también subsiste
en el interior de un pasaje lleno de habitaciones: el convento.
El mundo subsiste en sus
pensamientos inhóspitos y sus degradadas manías
humanas. La rutina dura hasta las 11 de la noche, donde cada mujer amante
de su Dios termina el Santo Rosario de las 9 de la noche, a esa hora las luces
se apagan y las mujeres se encienden.
Cada una a su dormitorio pesado y
solitario, ella igualmente a las demás, se quitan los velos, se arrebatan las
faldas, se muerden las manos, los brazos… se palpan mujeres, y son seres que
sueñan y juegan con la mente que por suerte se les ha heredado como a todos.
Una noche, durante esta rutina…
El único hombre que tiene autorización para pisar ese lugar, llegó como reloj
andante a las 11 en punto, hora en que todas “dormitan”…
Con sus largas pisadas y muy
suavemente cubre los pasadizos entre habitación y habitación… las puertas sin
candado igual que esos organismos que ya han perdido llaves. Cuando se aprieta
las manos, y las cierra como puños, peleando entre lo bueno y lo malo, la moral
y lo corrupto… sin meditar más en el valor de la fuerza y la fe, resbala en una
habitación, la puerta disimulando se abre, y ella, aquella mujer con las
puertas del cuerpo abiertas al desmedro del viento, desnuda y frágil, delgada y
suelta, sin una sola sábana cubriéndole el cielo, con el cuello extendido como
un camino deseando ser recorrido por lo inconcebible, los labios semi-abiertos,
ambos, todos; la cintura ensanchada… curvas de sirena, que el mar ahoga cada
noche. Mientras el rostro de aquél hombre de miradas perdidas, suplica hacia
los techos de la alcoba: “fuerza, dame fuerza para no caer en tentación”, sus
pequeños maderos dormidos por siglos despiertan, sus pupilas se dilatan, la
espalda se le vuelve ruda y gloriosa, y aquella pretensión de arrasar con la
lujuria se le incrementa hasta los infiernos, se vuelve un yeso firme dispuesto
a paralizarse dentro de ella, la razón de la vida le incita a procrearse, los
ojos se le cierran por su propio albedrío, y se descubre, muestra el demonio,
nace la maldad que es lo mismo que humanidad (sólo entonces lo es), y ella se
alborota con su luz que vuelve la noche un hermoso amanecer, vuelve el rostro a
su mirada y le embiste con esos ojos dulces y sedientos, hasta que él (menos
Dios y más humano) deja que la brisa lo empuje hasta su virgen, toca los
cerrojos de la puerta, cierra muy despacio ese vacío; el hábito oscuro le
domina el alma, pero no el cuerpo que ya está absolutamente desnudo. Él salta a
sus atados senos, y de alguna manera retrotrae su infancia en la que él sólo se
amamantaba por su madre, recuerda esos húmedos labios rojos y pequeños con los
que bebía el líquido de la vida, los muerde hasta hacerle grietas insalvables, mientras
su cuerpo tosco se esgrime en el cuerpo de ella, los cuerpos se abrazan y, las
manos que son dibujantes adoradores de belleza empiezan a delinear las formas y
las curvas, y por qué no… también los pesos… tamaños… y otros avatares
perfectos del hombre y la mujer.
Se amamantan mutuamente y los
deseos se consumen, los sueños se vuelven idóneas flores nacientes en el brío
de la realidad y la existencia. “Vale la pena el pecado”, dice ella… y él,
silencia su boca, se persigna con el beso, se viste con sus ropas anchas y
negras, manchadas de mundo. Ella permanece como virgen dolorosa sobre la
almohada, ensangrentada hasta el acecho donde todo habría ocurrido. Él se
marcha.
A la mañana siguiente, ninguna
dama asistió a la misa de las 6 am, la madre superior empieza la búsqueda de
aquellas, y después de muchas horas decide ir a las habitaciones, donde encuentra
cruces esparcidas en la entrada, todas las puertas abiertas, sangre en todos
lados, y nada más que mujeres muertas. “el demonio ha llegado”, grita ella… Al
costado aparece él, enciende una vela, ella desmaya, los ojos de aquél hombre
se vuelven frescos y fríos, la deposita en un cajón de cementerio y él se
introduce con sus deseos, a la muerte.
11:29 am / 07-dic-12
Claudia Jimena Arévalo Santa María