sábado, 21 de diciembre de 2013

There is no heaven.

Cuando encuentro el corazón del padre herido
que esconde los destellos de la noche;
cuando coaparece el dolorido… con su mano adolecida…
Pienso: there is no heaven.

Me tuve que dibujar en su mente
para creer en la resignación de lo perdido
le aumenté trastes a la mente, cuerdas a los impíos,
me tuve que negar a mi misma…
“Que el cielo ya no existe.”

Para eso, trastoqué los corazones
corté lienzos, amalgamé diamantes…
corté el tronco herido, y las pajas resecas,
entonces creció la Rosa…

Le dejé en sus ojos la dicha de ver nacidos…
Pensé en seguida: There is a heaven todavía.

11:37 pm

21/12/13

Claudia Jimena Arévalo Santa María

América para nosotras

Tenemos una América común
que entusiasma el mirarte los ojos…
una América que traslada toneladas… que traslada fronteras
que se lleva e intercambia muestras de personas
una América que se lleva mis sentidos, mi elocuencia…
que hace posible ver tu casa a las 6 de la mañana.

Tenemos una América común y no nos dimos cuenta
un día nos equivocamos de morada, creíste que distábamos
una de la otra
que ante nuestro indicio de separación
convergía la desgracia…

Tenemos una América común, lo supe hoy día.
Una América que cuida nuestras casas,
que protege nuestras direcciones para no estar nunca
el tiempo suficiente para olvidarnos;
una América que resguarda principios
reglas de autobuses… que honra y deshonra al Peruano
una América que nos vuelve Peruanas…

Una América para querernos, para acercarnos, para alejarnos
para ir y volver a nuestro antojo.
Una América para pisar cada noche, cada extremo del día
una América para la hermandad, para la sapiencia,
una América para aprender, para crecer, para chocar,
para volver y olvidar y empezar de nuevo y terminarlo todo.

Tenemos una América común,
una cuadra de tu casa a mi casa que es comunitaria
un puente de tu isla a mi isla, de tu cuerpo a mi cuerpo…durable!
tenemos una desidia igualable, tú después de América,
yo después de ti.

Nos separa una América
y la tenemos como una gracia que nos permite unirnos todos los días.

11:52 pm

21/12/13

Claudia Jimena Arévalo Santa María.

domingo, 10 de noviembre de 2013

EL HOMBRE QUE CANTA

(Hoy día un anciano subió al micro en el que yo viajaba, empezó a cantar para pedir limosna, y yo le entregué parte de mi dinero, recuerdo que él después de obtener el dinero, se detuvo cerca a la ventana, y dejó de cantar; yo bajé y deseé no haber bajado con dinero, sino sin él)... Así nació lo siguiente:

Le voy rogando con añoranza a la voz del cielo, que las nubes le adornen al hombre que canta; en silencio, con los ojos puestos en el suelo, le voy rogando a la voz del cielo… Que las nubes le adornen al viejo que canta. Mientras se me cruza la frente de besos, y en mis oídos su voz de piedad, le voy rogando en silencio… le voy rogando en silencio.
Atraviesa sus pies con los míos, su alma se queda deshecha con la mía, su detenerse se comparte a la distancia, su canto se vuelve un rio transcurriendo montañas. Atraviesa mareas, suplicios de hombres ajetreados y de mujeres enamoradas de sus esposos, y de todo lo que se vuelve miseria tras las llagas que siembran sus ojos. La moneda derrama la misericordia, el hombre que canta se queda callado, los niños que escuchan empiezan a gritar, los buses rompen ventanas, los semáforos toman su tasa de café mientras dialogan la hora correcta para pasar las calles. El aire es un acondicionador de momentos idóneos para vivir. El viejo se coge de los fierros que apoyan ventanas, la puerta se abre y se cierra más de mil veces durante el día, durante su vejez. Le estoy rogando y ya olvidé las palabras, mis piernas se bajan y me arrepiento de haber dado mal los pasos, y ya no está el anciano, lo dejé abandonado en la ventana. Y cada moneda parece haberse querido ir de mi lado, parecen haber querido que las abandone con el anciano, por misericordia. Y dejo de rogar tras mi trayecto, el otro hombre aún está con el anciano, el otro hombre aún no cruza la calle a la vida, aún no sabe que allá afuera los carros siguen detenidos, y que los semáforos ya no toman más tasas de café.

10:49 pm

10/11/2013

Claudia Jimena Arévalo Santa María.

martes, 29 de octubre de 2013

TU ANCIANA

Eres el dormido fecundo de mi vientre
de mesuras largas como el olvido,
eres cristalino como el agua del poniente
Eres el corazón que nace tibio.

Soy la anciana que te duerme en la penumbra del sol,
junto al aire fresco y el beso aterciopelado de una caricia
soy la mujer de 30 victorias y 60 fracasos
que te acuestan al anochecer en la nube poderosa de los amantes.

Soy un fresco aroma de corrientes, de marañas de colores
de primaveras… que trastocan tus 20 centavos
muy cerca de las diez de la mañana.

Soy aquella que lanza cabellos blancos al ocaso
la piel arrugada que te abraza febril hacia el olvido.

Soy un lucero que amanece en tu pecho
y un regocijo despeinado de tu alcoba.

Soy aquella muchacha que prende tus labios
como ropa colgada en un cordel de arco iris.

Soy un alma celeste haciendo el amor celestino,
con el hombre de alas… y aureola de plata.

Soy la anciana del pequeño amamantado,
soy la cordillera más vieja que recorren tus manos,
y los paraísos constelados que aguardas en tu pecho.

Soy tu setiembre que atraviesa primaveras,
hasta alcanzarte tierno y sutil sobre la aurora.

Soy aquello que me haces ser, de mil maneras
que tal parece que me hicieras nacer mientras me matas.
Que tal parece que me empiezas a formar mientras me muero
que tal parece que me empiezo a morir mientras me amas.

12:42 am / 20-Set-13
Claudia Jimena Arévalo Santa María.

domingo, 27 de octubre de 2013

El misterio de la muerte.


Ella con su larga cruz en sentencia, al pie del altar y sin ojos… su rostro gacho y fijo, y su columna curva y postrada a los pies del Señor. Rosas por doquier; en las esquinas de la casa rosas rojas y rosadas, claveles y lujurias de color azul, el cabello a la cintura, largo y erizado como madre de los penosos, allí se siente mujer de nadie, confrontando su réplica cristiana, y a favor de ella, mujer de él,  ¿de quién más pues quisiera ser ella, su mujer?

Atrapada en el reloj, los tiempos pasan como kilómetros sobre su cuerpo fino y abandonado, mas es toda una frialdad que su espíritu sea un carmesí alborotado, una luciérnaga a la deriva de las carreteras, y su cuerpo solamente, un abandono extraño y conformista, su cuerpo que es solo un instrumento de movilidad y no uno de placeres y deseos.

Cuando el abrigo del sol decide cubrir otros cuerpos, ella se turba entre sus sábanas, palpita como soñadora y mujer (que siempre ha sido), ruboriza sus senos firmes con el aire rubio de los deseos, se acuesta con la luna a las 3 de la mañana, dormita infraganti con sus manos escondidas en el pequeño recinto redondo y húmedo, hasta que la mañana la descubre adolorida.

Aprieta su hábito desde su cabellera hasta sus caderas, el resto que cubre sus piernas flácidas y sus pequeños pies es solo un sobrante de tela que la percibe lluviosa y la esconde. Nadie más que ella sabe de ella, de eso.
Una rutina constante desde las 6 de la mañana en que recurre a la iglesia con los ojos hinchados y el cuerpo flagelado y roto, donde el cansancio la lleva por instinto y obligación, pero el amor que brilla en sus ojos iluminados, elimina todo pecado que ella sufre cada noche. Se contamina antes de dormir con aquél mundo, que también subsiste en el interior de un pasaje lleno de habitaciones: el convento.

El mundo subsiste en sus pensamientos inhóspitos y sus degradadas manías  humanas. La rutina dura hasta las 11 de la noche, donde cada mujer amante de su Dios termina el Santo Rosario de las 9 de la noche, a esa hora las luces se apagan y las mujeres se encienden.

Cada una a su dormitorio pesado y solitario, ella igualmente a las demás, se quitan los velos, se arrebatan las faldas, se muerden las manos, los brazos… se palpan mujeres, y son seres que sueñan y juegan con la mente que por suerte se les ha heredado como a todos.

Una noche, durante esta rutina… El único hombre que tiene autorización para pisar ese lugar, llegó como reloj andante a las 11 en punto, hora en que todas “dormitan”…
Con sus largas pisadas y muy suavemente cubre los pasadizos entre habitación y habitación… las puertas sin candado igual que esos organismos que ya han perdido llaves. Cuando se aprieta las manos, y las cierra como puños, peleando entre lo bueno y lo malo, la moral y lo corrupto… sin meditar más en el valor de la fuerza y la fe, resbala en una habitación, la puerta disimulando se abre, y ella, aquella mujer con las puertas del cuerpo abiertas al desmedro del viento, desnuda y frágil, delgada y suelta, sin una sola sábana cubriéndole el cielo, con el cuello extendido como un camino deseando ser recorrido por lo inconcebible, los labios semi-abiertos, ambos, todos; la cintura ensanchada… curvas de sirena, que el mar ahoga cada noche. Mientras el rostro de aquél hombre de miradas perdidas, suplica hacia los techos de la alcoba: “fuerza, dame fuerza para no caer en tentación”, sus pequeños maderos dormidos por siglos despiertan, sus pupilas se dilatan, la espalda se le vuelve ruda y gloriosa, y aquella pretensión de arrasar con la lujuria se le incrementa hasta los infiernos, se vuelve un yeso firme dispuesto a paralizarse dentro de ella, la razón de la vida le incita a procrearse, los ojos se le cierran por su propio albedrío, y se descubre, muestra el demonio, nace la maldad que es lo mismo que humanidad (sólo entonces lo es), y ella se alborota con su luz que vuelve la noche un hermoso amanecer, vuelve el rostro a su mirada y le embiste con esos ojos dulces y sedientos, hasta que él (menos Dios y más humano) deja que la brisa lo empuje hasta su virgen, toca los cerrojos de la puerta, cierra muy despacio ese vacío; el hábito oscuro le domina el alma, pero no el cuerpo que ya está absolutamente desnudo. Él salta a sus atados senos, y de alguna manera retrotrae su infancia en la que él sólo se amamantaba por su madre, recuerda esos húmedos labios rojos y pequeños con los que bebía el líquido de la vida, los muerde hasta hacerle grietas insalvables, mientras su cuerpo tosco se esgrime en el cuerpo de ella, los cuerpos se abrazan y, las manos que son dibujantes adoradores de belleza empiezan a delinear las formas y las curvas, y por qué no… también los pesos… tamaños… y otros avatares perfectos del hombre y la mujer.

Se amamantan mutuamente y los deseos se consumen, los sueños se vuelven idóneas flores nacientes en el brío de la realidad y la existencia. “Vale la pena el pecado”, dice ella… y él, silencia su boca, se persigna con el beso, se viste con sus ropas anchas y negras, manchadas de mundo. Ella permanece como virgen dolorosa sobre la almohada, ensangrentada hasta el acecho donde todo habría ocurrido. Él se marcha.

A la mañana siguiente, ninguna dama asistió a la misa de las 6 am, la madre superior empieza la búsqueda de aquellas, y después de muchas horas decide ir a las habitaciones, donde encuentra cruces esparcidas en la entrada, todas las puertas abiertas, sangre en todos lados, y nada más que mujeres muertas. “el demonio ha llegado”, grita ella… Al costado aparece él, enciende una vela, ella desmaya, los ojos de aquél hombre se vuelven frescos y fríos, la deposita en un cajón de cementerio y él se introduce con sus deseos, a la muerte.

11:29 am / 07-dic-12
Claudia Jimena Arévalo Santa María

MAR DEL PLATA

Son como pequeñas cabañitas adornando la ciudad de cielo y fogatas intentando alzar los vuelos y verse en las esquinas de las nubes; eran así las casas y las chispas de esta novísima ciudad en la que me encontraba: Mar del Plata.

No era ninguna forma intuitiva de pertenecer a este acogedor lugar, más bien era un paradigma indescriptible el sólo hecho de llegar a habitar, por medio segundo, las calles que ahora mis pies recorren, costumbristas y pordioseros de un reloj poderoso acuestas de los tobillos. Al fin me encontraba entre estas tejidas calles, andando como muñeca de porcelana encubriendo su delicada piel de los inmensos y enojados rayos del sol. Esta era mi forma de estar cada segundo y no perderme ningún aguacero.

La noche tiene estrellas sueltas que abotonan el cielo con su piel desnuda y nubes que tienen forma de clavel y aroma de rosas blanquecinas y celestes, la noche se llama Alfonsina y se atrapa en el mar, para bañar su cuerpo de mujer prisionera, al cabo sale siendo una princesa de aromas y formas totalmente impredecibles, la delicia que sumerge y colapsa se compara con las frutas almidonadas y el agua ardiente de los pueblos más cercanos a mi país: Perú; sin embargo es  ésta la noche en que reparo, la que me alcanza en Argentina, y puedo estar totalmente segura que es la misma que las que he consumido diariamente en mi país.

El primer día en que Argentina me recibió con su cordialidad dulcísima, las rondas de mis pies con los de mi madre eran infinitos, y nada nos cansaba más que los viajes donde únicamente permanecíamos quietas en un sofá molesto y aburrido, era ese instinto de caminar en busca de lo desconocido: el instinto placentero de conocer. Nuestros pies no abrían la boca para quejarse, sino para presumir, presumir ligeramente nuestro status viajero y sumido a un gobierno totalmente distinto al nuestro, subsumirnos en la conciencia de otros, en el pensamiento de otros, a la espera de lo inalcanzable, como si no supiéramos que el deseo de abarcar mucho más que nuestra mirada, era insaciable.

Esos desvíos llenos de avenidas y cruces de colectivos, autos amarillos con negro, se crucificaban entre árboles y canastos de flores, la verdad es que Argentina tiene un brío singular… la luz verde que precede a las demás, el de los pastos llenos de rocío, el de los cercados que son una sumatoria de gigantescos robles y grandes ramas cubiertas de hojas frondosas. La rosa que nace entre las rosas y el viento que las orienta a mis ojos, serán mi calabozo estos tiempos en que mi  país me ha liberado de sus brazos jocosos y secos; y yo feliz de ser presa también de esta otra libertad condenatoria.

Cada paso es una terrible coincidencia de dichas y maravillas mientras la mirada permanezca sobre las casas, tejados, y árboles húmedos como el lagrimal…  No hay que topar nuestros ojos con el suelo, difícilmente se puede disfrutar del misterio cuando se busca tener el piso seguro bajo nuestros zapatos; cada espacio a nuestro alrededor habría sido una sorpresa cautivante, el nivel ecológico que sobrepasa a mi país es exquisito como un pastel de frutas.

He disfrutado tanto del silencio, que poco he recordado qué es tener que concentrarse para andar en silencio con la bulla exterior carcomiendo nuestros oídos. En las calles, transitar es un paseo amistoso, donde la imprudencia deja de existir para dejarnos conquistar por la cordialidad de los humanos, que realmente parecen ser humanos y rebalsar su instinto de sensibilidad. Cruzar de calle en calle y verse puesto frente a un auto que desea pasar por el mismo camino que uno, alzar los ojos a los suyos y notar que se detiene y te invita a pasar primero… (se me llena de algarabía mi pobre corazón, mientras lo narro sobre estas hojas a las que intento dar vida), eso no sucedería ni por coyuntura y suerte en el Perú, pocos son los hombres cordiales que habitan mi país, y los pocos que existen por allá todavía consiguen sacarnos sonrisas hasta enamorarnos nuevamente del color de la felicidad.

Tuve toda una sorpresa la segunda noche que pasé como intentando fecundar mi rostro de mar y cielo, mis piernas frías como los témpanos de hielo y mis manos cobardes, temblorosas hasta el umbral de  los dedos, cuando de pronto, asomaba su voz frágil y disímil a las demás, Edwin, un hombre ya hecho de tiempo y cordura, hombre que prendió mis ojos con pequeñas hilachas de fuego al conducirme directamente a ese mar que buscaba con locura, a ese mar que jamás había podido soñar mientras mi otra ciudad me llenaba de besos y elogios; el mar de ella, la mujer que se entregó a la curvatura de una sirena, y entregó sus piernas a los vientos y esa poesía, que no olvida nunca el pueblo, despilfarró a las eternas olas sin retorno.
Eran mis besos prendados en la noche de Mar y un hombre que sabía de mi aroma se agigantaba hasta los cielos. Alfonsina Storni se arrodillaba en un laberinto de Mar, y nuevamente sollozaba como recitando versos a mis besos, “lanza su piel hasta quedarse sin ella y… sin ella”. Así acabó el día para ella y nosotros.

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Han pasado doce noches fuera de mi país, y tal parece que fuera ésta la primera en recordarme que partí de un mundo al que he amado con locura, a otro donde conozco poco y siento que amo de la misma manera. No sé cómo no amar lo que me rodea, aún en un calvario de rejas negras y pijamas de rayas, se me quebraría la voz con solo mirarme en rededor a otro hemisferio, que es tal cual es éste y los otros, milagros. No me voy a detener, mis ojos han conocido moradas en otros ojos, cándidos como las voces que he alcanzado a oír desde el recorrer de las olas del mar, hasta los vientos queriendo partir nuestra alma en mil pedazos confusos y difusos. Ahora estoy agradecida porque conocí innumerables personas que aguardan con sonrisas, y que cada una de ellas sabe conmover hasta el llanto.

No todo es un gran ramo de rosas y claveles, también han sido infortunios los que se han vivido desde este otro horizonte, sin embargo… como dijo Azul: “haber conocido el mar de Alfonsina, vuelve automáticamente en un éxito este viaje”

Ahora me retraso un poco. Pierdo la razón de tener únicamente diecinueve años, medito en la posibilidad de tener más de la cuenta, y de aferrarme a los amores, como me aferro ahora a mi madre. Sin embargo, es tan imposible imaginarlo,  y me llamo la atención, casi me refuto y me complico; me digo a mi misma… “es ésta la estación a la que llegaste”, la cual es todo un éxito, aunque en el camino tenga que perder cordura y personas. Mi precio está saldado. Y la cuenta es regresiva.

12:40 pm / 22- enero-13

Claudia Jimena Arévalo Santa María

Argentina, Mar del Plata.

“La infancia que se queda”

Me había gustado ese asunto de perderme como una luciérnaga tras el camino a casa, ese asunto de iluminar por momentos la vida de otros y, apagarme justo al fallecer en una carretera oscura bajo la luna y ese rededor de campos; el quedarme quieta a esperar que los semáforos me avisaran que es seguro caminar y que, ese otro silencio al que me rindo como princesa, vale más que un corazón a espera de los besos. 

Me había gustado esa vida en la que se pierde la energía después de habernos trepado por los árboles de la casa y después esos sorbos profundos a la sopa de la abuela; con qué gusto nos trabábamos en los pellejos de la res que nos servían cuando visitábamos a la gente del campo; mi tía era llamada doctora, aunque trabajaba como agricultor y era sólo una ingeniera agrícola, ella solía llevarnos a la chacra, donde nos recibían como a la reina y los pequeños príncipes, y yo feliz de ser tratada como de la realeza. Ellos se avergonzaban de las “miserias” que podían ofrecernos, pero qué delicia cada miseria que llegaba a mi boca, el buen pato con alverjas, el chancho fresco recién frito en cebolla y ese mote gordo y amarillo puesto sobre la mesa, yo no veía miseria alguna, al menos no repetían el plato que en casa era la mejor fuente de vida (huevo frito, huevo sancochado, huevo en tortilla, suflé de huevo).

El aire fresco y el sol cayendo sobre mis hombros, mi piel sancochándose en brisa y campo, sobre-todo cuando era día de sembrar y en mi intento de ayudar cogía todas las semillas y las colocaba en la parte inferior de mi blusa que doblaba hacia arriba para figurar que era un bolsillo bastante grande y, posteriormente, golpeaba la tierra con mi zapato, colocaba la semilla en el agujero de la tierra, otra vez volvía el zapato para cubrirla, quién sabe qué más hacían pero al cabo de un tiempo, la tía entraba a nuestro dormitorio para decirnos que era día de cosecha, que todo nuestro esfuerzo habría cobrado resultado, y después la abuela agregaba: “Porque todo con esfuerzo, se alcanza”. De alguna manera aquellas frases de la abuela me habrían de servir todo el tiempo.

Después se compraría una casa en la chacra. Era Enero de algún año que ya no recuerdo, pero había recibido unas zapatillas para Navidad que eran preciosas, rojas completamente, pequeñas y de filos blancos, me encantaban; para entonces todavía calzaba 34. Aquella mañana de Enero, la tía entró otra vez a nuestros dormitorios a decirnos: “Hoy día nos vamos a la casa de la chacra a pasarlo todos juntos”; por supuesto “todos juntos” implicaba a la tía, el tío, la abuela y mis hermanos; sin mamá o papá igual era un asunto bastante emocionante. Ni si quiera imaginaba cómo sería, pero mis ojos prendidos y enchispados no se cerraban ni por un segundo durante el trayecto de llegar. Recuerdo haberme pasado todo el camino mirando la carretera, las casas, los árboles cubiertos de verano, ancianos por doquier con su sombrero gigante de paja, algunas mujeres descalzas y los niños ni qué decir. Mis ojos se detuvieron en un caballo alto que llevaba en su lomo a la anciana más hermosa que había visto en el mundo, ella se marchaba quién sabe a dónde. Sonó la alarma del reloj de la tía y me despertó, ni si quiera había notado el momento en el que me había quedado dormida; pero cuando desperté, lo primero que asomaron a mis ojos, fue la imagen más dulce de una casa llena de hogar; blanca y pequeña, con puertas de madera y una minúscula ventana hecha de ramas y hojas secas; al frente de la puerta, dos hamacas amarradas del tronco de los árboles y más allá de ellas, un inmenso bosque y flores extremadamente bellas.
Tiesa, en una total quietud, observaba desde lo ancho a lo largo, lo primero que hice fue subirme en una hamaca, balancearme y columpiarme suavemente mientras miraba el cielo, el sol cayendo directamente sobre mi rostro, la brisa fresca y cálida moviendo mis mejillas, algunas hojas secas abrigando mi cabello, respiré profundamente para descubrir que no había otro momento mejor que el ahora.

Me había gustado esa vida en la que la amnesia se había apoderado de “ella”, “ella” que resultaba ser la mujer que vivía cada segundo sin recordar si quiera lo que había hecho antes o lo que debía hacer después, casi siempre era una niña revolcándose en la arena, trepándose en los anchos árboles, escalando montañas, sacando mangos y lanzándolos al canasto, ella que se ensuciaba sin recordar que debía limpiarse después, ella que jugaba sin pensar en que podía lastimarse al caer. Me gustaba esa amnesia que era mejor que la vida. Recuerdo que una tarde, todos la habían engañado: “Es tu cumpleaños”, le decían; y ella se iba a abrazar a la primera persona que tenía cerca; al siguiente minuto se olvidaba de eso; y otra vez le decían: “Es tu cumpleaños”, sin pensarlo dos veces, volvía a reclamar su abrazo. Esa tarde se la pasó abrazando a todo el mundo sin ser su cumpleaños realmente. Ojalá una tarde se nos diera la dicha de la amnesia y por un momento poder arriesgarnos a creer en el otro y a disfrutar de esa mentira como si fuera real.

Una mañana, se recibió una invitación de una cena en Jayanca, uno de los doce distritos de la provincia de Lambayeque, lugar donde había nacido mamá, papá, hermanos, tíos, y aunque no yo, como si lo hubiere hecho también ahí; todos se empezaron a vestir, buscaban los trajes más bonitos, y yo decidí usar mi vestido fucsia con una blusa a cuadros fucsia y blanca y mis zapatitos brillantes puestos en mis medias blancas con blondas. Tenía 8 o 9 años probablemente, me había hecho dos trencitas en el cabello y sin más, nos fuimos a Jayanca, donde nos esperaba una inmensidad de fruta a punto de ser cosechada, había tanta diversidad de plantas, y la casa pequeña de madera y paja; toda la tarde me la había pasado encima de los árboles sacando ciruelas y frutas de todo tipo, había llenado el carro en el que habíamos venido, de únicamente fruta; por la noche, me senté cerca de la abuela y la otra señora, que tenía el rostro claro y el cabello blanco, las arrugas perfectas, el cuerpo ideal, el vestido y los zapatitos más hermosos, ahí estaba yo, mirándolas a ambas servirse el café; cuando me serví el café, me sentí como en una nube que llegaba poco a poco al cielo, era el más delicioso café que había probado, y que con toda seguridad puedo decir, nunca más he vuelto a probar hasta el día de hoy 8 de Junio del año 2013. Comprendí que tomar café con galletas resultaba ser suficiente para satisfacer mi hambre, resultaba ser mejor que cualquier otro platillo.

La abuela caminaba casi a la perfección, pero cuando empezó a dolerle los huesos, dejó también el andar. A partir de ese momento, cada noche me había juntado las manitos para pedirle a Dios que la abuela Bertha, vuelva a caminar como siempre, hasta exageradamente le pedía a Dios que la abuela corriera e hiciera maratón con sus hijos. Claro, esas cosas no se dieron nunca, lo cierto es que ella ahora aprendió que el tiempo es solo uno, y ningún segundo se repite, aprendió que el mundo es un sube y baja, y que ella ahora está bajando, pero antes… ¡Cuánto había subido!

Me había gustado toda esa vida hasta que, una mañana me di cuenta que todo mi ahora era perfecto.

08 - jun-13
Claudia Jimena Arévalo Santa María